miércoles, 28 de febrero de 2007

Juan Carlos Elijas (*) entrevista a Jon Juaristi


Entrevista a Jon Juaristi, autor de ‘El Bucle Melancólico’, por Juan Carlos Elijas (*)

Nacido en Bilbao en 1951. Antiguo militante de ETA en la época franquista. Asiduo colaborador de El País (cuando se hizo la entrevista). Profesor de Lingüística en la Universidad del País Vasco. Escritor polémico donde los haya. Su último libro contra el nacionalismo radical, 'El bucle melancólico’, ha suscitado ríos de tinta donde unos, obviamente, han estado a favor y otros en contra, y ha figurado y figura en los primeros puestos de venta. Pero no solo el ensayo ha tocado su pluma, además, Jon Juaristi, es un excelente poeta. Miguel de Unamuno, Blas de Otero y Gabriel Aresti forman un trío con el que se entronca. Diario de un poeta recién cansado fue un chorro de aire fresca. Luego, tras varios libros de poemas, la publicación de Mediodía (Granada, 1994) representó un hito en su quehacer poético.

Juan Carlos Elijas: ¿Qué diferencia existe entre tenerse o ser tendido por poeta? ¿Quién/es debe/n autorizar?
Jon Juaristi: Sería muy difícil de concretar. Es una distinción que puede sostenerse desde la intuición del lector. Uno lee determinados autores y saben que son poetas y otros que están haciendo por ser poetas pero que no llegarán a serlo en la vida. La distinción se difumina dentro de lo que es mundo literario, de la difusión, de la lectura.
J. C. E.: La eficacia psicológica de un texto no depende las ideas de su autor en torno a la poesía, ¿de qué, pues, depende?
J. J.: La eficacia psicológica está relacionada con el efecto retórico de la realidad. La realidad siempre es una construcción en un poema. Julio Caro Baroja consigue dar una clave que al cualquier escritor realista –no sólo poetas- debería servirle como tema de reflexión importante: la palabra es una sombra equívoca de una realidad. La eficacia psicológica del XIX se puede ver más en la novela que en al poesía: Flaubert, Balzac, Pérez Galdós (que no es que fuera un gran maestro en el uso del idioma; sin embargo tenía una eficacia psicológica) A mi, en concreto, me ha venido mucho mejor la lectura de los novelistas franceses realistas para la construcción de una poética realista en poesía que de la lectura de poetas.
J. C. E.: Habla del acto poético como ‘verificación melancólica de la caducidad de las cosas’, ¿por qué la composición es tarea dolorosa? ¿es la melancolía el dolor de los tristes como manifiesta Andrés Trapiello?
J. J.: La melancolía es más complicada. Es la negativa a resignarse a una pérdida. La verificación de esas pérdidas es siempre una verificación melancólica porque uno no se resigna a perder las cosas que ha querido, con las que se ha identificado. Desde ese punto de vista, la escritura de un poema, en la medida que el poema trata de recuperar ese objeto perdido, es una tarea melancólica y, por tanto, dolorosa. El dolor de los tristes como dice Trapiello.
J. C. E.: Propone la creación de un personaje de ficción que diga sus poemas, una suerte de ente lírico. ¿Qué condiciones debe reunir? ¿Qué hay de ese juego pactado entre autor y lectores?
J. J.: Dentro del tipo de poesía que yo intento hacer (una poesía de la experiencia, una poesía realista o como se le quiera llamar en principio), el pacto se produce en torno al concepto de realidad como efecto del sentido del poema. Pero no como algo exterior al poema, sino como el efecto psicológico. El pacto es un pacto acerca de una realidad ficticia. Proust, pienso, es un autor fundamental en este sentido.
J. C. E.: Jon Juaristi es un avezado escultor de la ironía. ¿Cómo se trabajan los sentimientos, las emociones, en una época en que la tragedia sigue imperando sobre la comedia?
J. J.: El deber del escritor de poesía es suscitar emociones. Es su deber con el lector. Forma parte del juego pactado. Pero al mismo tiempo hay que impedir que el lector acabe por confundir esas emociones literarias con las emociones auténticas, con las emociones de la vida. Hay que impedir que se confunda la literatura con al vida, porque esa es la base de todo el engaño, y después, por supuesto, la base de todas las manipulaciones ideológicas de la poesía o de la literatura en general. La ironía es, fundamentalmente, el procedimiento para devolver esas emociones suscitadas por el poema su condición exclusivamente literaria. Es la forma de crear una distancia entre el lector –como sujeto paciente emocional- y el poema, como pretexto de la emoción.
J. C. E.: Usa con buen gusto recursos fonéticos trazados por la ironía (Diario de un poeta recién cansado), two boxes of winston (Churchill) tomarlo todo con las karma, ¿por qué la quieres tango?)
J. J.: Los juegos fonéticos tienen que ver con Blas de Otero y yo diría más, también de Unamuno. Y eso si que puede ser una característica de cierta poesía escrita en castellano por vascos. El problema de la identidad lingüística de los vascos es un problema que no se resolverá jamás. O yo, al menos, no espero resolverlo. Yo soy un vasco absolutamente traumatizado: nací en Bilbao, mi lengua vernácula ha sido el castellano. Sin embargo la presencia cercana del vasco –hay que tener presente que Bilbao está metido en pleno país vascuence, como decía Unamuno- crea una serie de contrastes, una serie de contradicciones en la conciencia lingüística que tienen su importancia.
En Bilbao no ha habido una poesía dialectal. Unamuno se dedicó a recoger vocablos raros en el campo leonés. Extremeño, salmantino y a trufar de esos vocablos campesinos sus poemas. De alguna forma comenzó a introducir un recurso en la poesía española que es exclusivamente vasco. Otero tiene la virtud de convertir este tipo de aliteraciones en algo artístico: ‘árboles abolidos volveréis a brillar al sol, olmos sonoros’. Me siento mucho más cercano a Otero y Unamuno porque me he visto enfrentado a sus mismos problemas lingüísticos.
J. C. E.: ¿Cómo llega a establecer sus directrices desde los primeros momentos?
J. J.: Cuando empecé a escribir poesía partí de unas posiciones puramente pragmáticas: no me voy a ganar la vida con la poesía.
A mí en aquellos momentos me divertía hacerla. Eso si, cada vez menos, después se ha ido perfilando muchísimo más, es una poesía más acabada. Yo empecé a escribir poesía de una forma muy irresponsable, como se empieza a escribir poesía. Lo que escribo es una ficción, una mentira artística. A partir del psicoanálisis hay unas ideas que me han servido de mucho: lo que el psicoanálisis recompone en el diván no es una experiencia biográfica literal, lo que hace es una novela propia en la que se reconoce, reconoce una verdad. El poema debe llevar implícito su propio comentario, su propia glosa crítica. Tiene que desmontar ese efecto creado. Todo poema con su autodestrucción programada.

Jon Juaristi
Bibliografía lírica:

Poemarios:
*Diario de un poeta recién cansado, Pamplona, 1986
*Suma de varia intención, Pamplona, 1987
*Arte de marear, Madrid, 1988
*Los paisajes domésticos, Sevilla, 1992

Antologías:
+La sal de la copla, Trieste, 1990
+El pozo de la memoria, México, 1991
+Mediodía, Granada, 1994

Textos: Juan Carlos Elijas
Juan Carlos Elijas es un poeta tarraconense del grupo ‘Mediona 15’

martes, 27 de febrero de 2007

OVIDIO PÉREZ MARTÍN: 'La Poesía Como Necesidad'


LA POESÍA COMO NECESIDAD

Por Ovidio Pérez Martín


(¿Pasaría alguna vez por la mente de Homero, mientras sesteaba bajo la parra, con las chicharras griegas sofocando su ensueño, que, muchos años después, aún seguiría contando, cantando, sus poemas, y que, también hoy, como entonces, alguien necesitaría oír o leer sus historias?)

Así como una flor sugiere toda la primavera, la palabra pone de manifiesto la diferencia entre el hombre y los demás seres.
La sensación de hablar, de liberar las palabras que se llevan dentro, es la misma que la del ejercicio de la libertad. La misma también que surge del hecho de pensar. Y la palabra –ingeniera de caminos- es el complemento del pensar, puente por el que se comunican estos pensamientos.
La función del poeta es nombrar, poner nombres. Hace algún tiempo escribí:
‘Nombrar…
La ternura del nombre
Coge de la mano a cada objeto
Amontonado en el mar de los objetos
Y florece:
Río,
Cumbre,
Mar,
Temblor…
Todo está acariciado
Por la voz del nombre que lo nombra.
El poeta, ser libre –escribir es sentir que se ejerce la libertad en plenitud-, se arriesga por territorios desconocidos y, arreglándoselas como puede, (y no puede de otra manera que dando nombre a lo que ve), va levantando el velo de la oscuridad, va iluminando, muchas veces solo con apenas perceptibles destellos, el nuevo camino. La oscuridad y la luz son la patria del poeta. Nombrar es hacer la luz en la oscuridad. Si bien es cierto que ‘nada hay nuevo bajo el sol’, el universo está lleno de misterios.
Escribir poesía es meter la mano de la mente en zonas desconocidas. El poeta es un hombre cualquiera que se compromete con la misión de hacer brillar las palabras para que el mundo pueda ser mejor conocido. Por eso, el deber del poeta es ejercer fuera del reino, en el exilio, ‘por fuertes y fronteras’. En el reino todo suele tener nombre oficializado. El poeta oficial, el poeta del reino, -que es el que está al lado del poder al que desde éste se le hacen encargos que cumple con deliciosa minuciosidad- es mas bien un menestral. Nada nuevo nombra, solamente repite cambiando el hipérbaton. Las palabras en el poema deben estar húmedas y recientes como corresponde a todo aquello sobre lo que acaba de amanecer. Además, un poema, como una flor, siempre está en peligro de ser disecado. Los poemas disecados es mejor enterrarlos. Posiblemente germinen.
La poesía ha estado siempre –y lo estará también ahora si de verdad es poesía- en el origen de la ciencia.
Los mitos –poesía- son las hipótesis desde donde trabajó la ciencia... el mito de Ícaro (¿no está en todos los hombres el deseo de volar? De ahí su valor universal), ¿no es el origen del avión de los hermanos Wrigh? Oliverio Malmesbury, en el siglo XI, se lanzó desde una torre, firmemente convencido de que las alas de su invento le sostendrían en el aire. Su final… el mismo de Ícaro. El gran sabio poeta y pintor, Leonardo da Vinci también fabricó un gran ingenio para experimentar esa sensación única de poder volar. Algún rasguño se hizo al lanzarse desde una roca al aire para emprender el vuelo. Los hermanos Wrigh, al fin, lo consiguieron y hoy, este suelo que nos vino de tan lejos, es una realidad al alcance de cualquier hombre.
Nombren un invento y, en su origen, encontrarán un mito, un poema. Las teogonías, que es de donde proceden las teorías científicas sobre el universo, formuladas a lo largo de los siglos, fueron invenciones de poetas. Estos son los argonautas que se arriesgan por regiones desconocidas y que, a veces, logran volver con las manos llenas de deslumbrantes maravillas. Tenaces como los canteros por conocer las entrañas de las rocas, abren la oscuridad.
Cada invento tiene un mítico poema en el que comienzan los intentos de su realización. A veces, muchas veces, con víctimas como en el caso de Ícaro. El riesgo es un componente de todo pionero. El poeta es el primero que intenta introducirse en mundos misteriosos, acuciado por la necesidad de poner al descubierto y explicar lo que hay más allá. Una vez abierta la primera senda, los científicos van después recogiendo datos. Pero, en el principio, el explorador, el poeta, con la palabra por herramienta, ha ido desbrozando y quemando su vida en al llama del misterio, nombrando lo desconocido.
Pero también la palabra es, no debemos olvidarlo, una evasión: la sustitución de lo real por su nombre –un poco de aire que vibra en las cuerdas vocales y se modula en los laberintos de la boca-. Hay que advertir de vez en cuando que la palabra, después de siglos de uso, ha llegado a suplantar al objeto mismo que nombra. Tal es así que para la mayoría de la gente el nombre es, sin darse cuenta, la cosa misma. Quizá este sea el gran drama del hombre actual; ya no puede vivir sin palabras, lo virtual se ha instalado en el mundo y lo real se ha hecho casi invisible. Cualquier cosa, por lejana que esté, la tenemos en nuestra presencia con solo nombrarla. La virtualidad nos envuelve como el aire. Olvidar esto es andar bastante perdidos. La virtualidad nos envuelve como la oscuridad de la cárcel al prisionero del romance. Sólo por el canto de una avecilla sabe cuando es de día:
Que no sé cuando es de día
Ni cuando las noches son
Si no es por una avecilla
Que me cantaba al albor.
Si nos matan esa avecilla –‘matómela un ballestero’-, que es la que nos sitúa en la realidad del mundo, iremos a la deriva en la virtualidad. Lo cual quiere decir que debemos permanecer atentos para diferenciar siempre lo real de lo virtual. Más en estos tiempos de Internet.
La palabra es manipulable. Lo mismo sirve para un roto que para un descosido. Si no se la trata con el máximo respeto y precisión –no es nuestra esclava, mas bien es nuestra liberadora- podemos llegar a su degradación. La mayoría de los discursos políticos son ejemplo de hasta donde se puede llegar en la manipulación. Cuando hablo de respeto a la palabra quiero decir lo mismo que mi padre cuando, con el gesto de dar la mano, cerraba un trato: dar la mano era empeñar la palabra, algo que parece muy frágil pero que no se dobla. Mi padre y Juan Ramón Jiménez coincidían en su respeto por la palabra. Decía Juan Ramón Jiménez: ‘La palabra es flor que no se dobla’.
Por todas estas razones, mas otras que enumerar no puedo por lo mucho que pesan y abundan, concluyo afirmando que la poesía, como el pan, se necesita cada día.

Ovidio Pérez Martín es un poeta abulense autor de varios libros de poemas.

(de la páginas 30-31 del nº 7 de la revista ‘Caminar Conociendo’ de julio de 1998)

lunes, 26 de febrero de 2007

Ana Agustín Blázquez: '... del desamor'

... del desamor

por Ana Agustín

Hoy me han dicho
que la ausencia no tiene futuro,
me han asegurado
que la pérdida se complace
y retuerce las vidas
al compás de lo habido,
que no existe el ahora
y el nunca se ha extinguido
con la última gota
por tus ojos dañada
que en pasado perduran
tan solo formas verbales,
que no puedo romper
las líneas divisorias
ni rozarlas siquiera,
que nunca hubo tal cosa
y tú no lo dijiste,
que parece mentira,
que la sangre no brota,
ni crece, ni hay herida.
Hoy pasaron de largo
pero antes me miraron,
confirmaron el hecho,
me dieron la noticia
y descubrí que tengo
un 'tal vez' muy cercano
después de darme cuenta
que no será contigo.

Ana Agustín Blázquez es una periodista abulense

(de la pag. 32 del nº 7 de la revista 'Caminar Conociendo' de julio de 1998)

Álvarez del Burlo: 'Añacea del refugiado'

Poema para una lucha contra el racismo:

"...y se quebró el ánfora sagrada; y el árbol, que presidió las añaceas durante siglos, se secó; huyeron las mariposas a refugiarse al vientre de las madres y fue su decidida valentía un mal augurio, por lo que la vanguardia tutelar quedose sola en la helada penumbra del puerto; una vez franqueadas las cancelas, la conciencia se apagó y brilló al mismo tiempo para llorar la pérdida del alba; y vio la diferencia erizada de rejones y con los fosos atestados de hambrientos cancerberos, como si él tuviera manos temblorosas y alargadas de intentar apropiarse las estrellas, labios agrietados y miedosos de besar el cielo y ojos alucinados y envidiosos, cubiertos de manjares prohibidos; y preparado, como está, para el combate sin inclinar la frente, respirar el aire viciado que le den y hacer de tripas corazón y coraje, coraje y corazón con la nostalgia, -que es el tesoro más preciado que le queda-, construirá una morada, tan airosa como el viento, que luego pintarán las mariposas renacidas; y aunque después venga la indiferencia o el desprecio -color mierda- y mas tarde el acoso violento -nauseabumbo y criminal-, que sin duda llegará; empero, para entonces, con los suyos, ya habrá plantado un nuevo árbol, que presidirá las añaceas tribales, de regreso a la tierra comunal abandonada..."


Álvarez del Burlo

(Creemos que bajo esta firma se esconde D. José Mª Amigo Zamorano, director de la revista)


(Caminar conociendo, nº 7, página 33 de julio de 1998)

Luis García Arés: 'La Roca de Sísifo'

Esa mítica roca, con vocación de altura,
que Sísifo se afana en vano por subir,
quizá de roca tenga tan solo la figura,
y el peso con que abruma es, por propia natura,
aquel que cada hombre la quiera atribuir.

Asciende con trabajos el monte de la vida
y rueda por su falda en mas de una ocasión;
si sube, baja luego, pues bajada y subida
son el flujo y reflujo de la mar escondida
que alienta en nuestra alma con nombre de ilusión.

El descenso del monte da paso a una mañana
que permite de nuevo el ascenso emprender;
es la lucha incesante de la ilusión humana
para llegar a la meta, hoy de por sí lejana,
mas presentida cerca tan solamente ayer.

Si a Sísifo los dioses quitasen su condena
y accediera a la cumbre tras de mucho rodar,
cabría preguntarle si le valió la pena
subir hasta la cima en pos de una sirena
que, cuando se la logra, suspende su cantar.

Hay empero una roca de muchos ignorada,
y solo quien la carga conoce su valor;
es ligero su yugo, casi no pesa nada,
y alumbra los caminos, una vez aceptada,
porque el ser que la informa no es otro que el amor.

Llevados de la mano, fiados de su guía,
al doblar de la vida el recodo final,
veremos el paisaje, quizá soñado un día,
de cumbres que realzan con nieve su armonía,
islas altas que emergen de entre un mar de cristal.

Luís García Arés es poeta abulense.

DE LA PÁGINA 34 DEL Nº 7 DE 'CAMINAR CONOCIENDO DE JULIO 1998

viernes, 23 de febrero de 2007

José Mª Muñoz Quirós: 'Memoria Materna'

Yo sabía los mapas sin mirarlos,
las marismas del sur, las entretelas
del misterio del agua y sus orillas
curvas y firmes en las costas claras
y en los abismos de los mares anchos.
Todo lo supe por tu voz que abría
mis sentidos al mundo con su leve
seseo acariciable. Lo sabía
en el sendero que tu voz dejaba
en mi lejana infancia, como siempre
mirar al sur era mirar tus ojos,
como al mirar las sombras en las playas
es ahora mirar en la lejanía,
y el dar la vuelta al viento se asemeja
una tarde de julio entre las aguas.
Yo conocí la dulce geografía
de cada pueblo blanco, de Medina,
de Arcos de la Frontera, de la noche
cayendo en Rota, madre, todavía
medio apagando sus farolas rubias
en todo el horizonte sorprendidas.
Antes que yo, ya en mi nacer estaba
el preludio del agua, el silabeo
de los rincones del azul, el breve
inmaterial silencio de las horas.
Antes que yo, sin conocer, hablaba
de los mismos caminos que conducen
hasta la orilla de los días, antes
de mi propia existencia ya existía
el matiz de las cosas y el perfume
de los jazmines vivo en los tapiales
y en los muros más blancos. Ya me olían
los geranios en flor rojos colgando
en los balcones de la abuela, y antes
de yo nacer ya conocía el vuelo
de las tardes dormidas en la arena.
¿Y qué dejaste en mi, madre, y perdura
más allá de los años? ¿De qué estela
se construyen mis pasos cuando abrazo
la lentitud del tiempo y me conduce
hasta ese mismo instante en que iniciaba
con tu vida mi vida? ¿Con qué nombre
he de llamar a cada cosa ahora
que ya conozco mis raíces? ¿Dónde
será memoria en mi toda memoria
que de ti venga, de este sur que habita
mi corazón de luz y siempre auroras
no imaginables? ¿Cuándo estaré lleno
de cada brizna azul, de cada hora
no vivida y vivida en este sueño...?

José Mª Muñoz Quirós es un poeta abulense muy laureado

DE LA PÁGINA 36 DEL Nº 7 DE 'CAMINAR CONOCIENDO' DE JULIO DE 1998

Felipe Juaristi: de la Noche de los Sueños: 'Cierto lo que soñaba'


Cierto lo que soñaba

por Felipe Juaristi

"Yo estaba viendo la televisión, una pelícila de Humphrey Bogart, recuerdo, regentaba un bar de una ciudad árbe y tenía contratado a un negro llamado Sam y que tocaba el piano. Sonaban unos tiros, me quedé dormido.

Luego sonó el teléfono y oí una voz de mujer que susurraba palabras que no acertaba a entender en un principio, pero que depués se hicieron más claras, como pájaros volando por el cielo, ovejas del vuelat al redil, o caballos galopando por el desierto. Me decía que me esperaba en el sitio de siempre, a la hora de siempre en la cafetería que está enfrente de la catedral. Creo que le respondí que sí, y volví a oír los disparos.

Me levanté y fui a la cafetería. Había una mujer hermosa, cuya cara se me hacía conocida pero que no acertaba a situar en ninguna dimensión del espacio o del tiempo. Me habló tiernamente, me recordó la época que habíamos pasado en París. Yo no recordaba nada de ello. Me dijo que me seguía queriendo, pero que nuestro amor era imposible porque ella estaba casada con un perseguido por la policía alemana y que era meenster que le ayudara. Yo, un poco inquieto, por lo extraño de la situación, dije que sí, que le ayudaría, aunque no sabía cómo.

Me dio la mano, me iba a dar un beso. Entonces sonó otro disparo, dirigido contra mí. Me desperté bruscamente y allí los vi a ellos, besarse en la pantalla, en un pequeño aeropuerto del Norte de Africa. Oí un disparo.

Sonó el teléfono al mismo tiempo. Era una voz de mujer que me decía con voz enfadada que llevaba esperándome media hora en la cafetería de siempre, la que estaba situada enfrente de la catedral, y que me diera prisa."

Felipe Juaristi

(La Noche de los Sueños)

EN LA PÁGINA 41 DEL Nº 7 DE LA REVISTA 'Caminar Conociendo' DE JULIO DE 1998

RAMÓN MAYRATA: 'Comer Sol'


COMER SOL

Por Ramón Mayrata(*)


Yo me había tomado un respiro y estaba sentada en la cocina, meneando los pies hincados en el aire, un poco avergonzada porque a causa del sudor, entre los dedos asomaban borritas negras. Precisamente aquel día de tanto ajetreo había estrenado unos botines con alza. Tuve que volver a ponerme a toda prisa las medias y los botines casi no me cabían. Pero eché a andar como pude porque me fastidiaba que los demás camareros le miraran con cara de guasa sin que el pobre, tan lunático, siquiera se diera cuenta. Con las prisas se me desgarró una media y me quedé parada delante de la cortina de cuentas que separaba en comedor de la cocina, sin atreverme a salir. El restaurante estaba lleno de cazadores, manchados de barro hasta las orejas, que ya iban por las copas. Él estaba vestido de blanco de pies a cabeza y el traje y la camisa se extendían como una mano de crema sobre la piel traslúcida que parecía de fantasma o de un recién llegado a la vida.

Cuando llegué cojeando hasta la mesa y le entregué la carta me hizo un gesto para que instalara otro servicio. Un gesto que yo ya esperaba porque su rareza consistía justamente en eso, en que siempre venía solo pedía dos cubiertos y decía enrojeciendo que estaba esperando a otra persona. Aunque luego se olvidaba de lo que había dicho y se comportaba como si la otra persona realmente estuviera allí. ¿Qué va a ser? Yo esperaba mordiendo el lapicero y miraba al suelo, sin poder olvidar ni un segundo aquellos botines que me apretaban como tenazas. Alrededor las conversaciones arreciaban y el alboroto era insoportable. Entonces hizo otro gesto muy suyo. Cerró los ojos y se enterró en si mismo. Y sin embargo, no me parecía a mí que se aislara del todo, que estuviera totalmente ajeno a lo que le rodeaba. El salón del restaurante daba la impresión de aumentar de tamaño y él se volvía aún más insignificante pero continuaba allí, concentrado en medio del follón, como si estuviera empeñado en perder un gesto una palabra de la persona que le acompañaba y que, naturalmente, no estaba. Yo sentía que tras sus ojos cerrados alguien le hablaba a través de otro conducto distinto del oído, alguien a quien veía en su interior a través de unos ojos diferentes a los ojos de la cara con más claridad que si hubiera visto a alguien con la mirada volcada hacia fuera. Y yo allí, plantada delante de la mesa, como si pisara cuchillos, esperando que aquella persona que solo existía dentro de él se decidiera a hacer su pedido. ¿Qué va a ser? Pero sus ojos parecían pegados con engrudo y los cazadores gritaban y el dueño me hacía señas porque quería cerrar la cocina y yo soñaba con salir corriendo descalza y entonces sentí que me cogían de la mano y una voz suave me decía ¿Tomamos un pescado?

Contesté sin pensarlo que yo prefería el pescado a la carne, pero enseguida me desdije y le aclaré, sintiendo una angustia inexplicable que aquel era un restaurante de cazadores y solo teníamos truchas a la Navarra. No sé como nuestras caras estaban tan cerca, porque él no me presionaba con la mano. Yo me había inclinado sin darme cuenta y él había abierto los ojos. Me miraba sin verme con una emoción crudamente azul. Da lo mismo, susurró, lo importante
Le corté muy nerviosa:

-El dueño nos está mirando.


Perdone, no sé que me ha ocurrido. Sus ojos se sellaron de nuevo y el intenso azul de las pupilas se desparramó por las venitas que perforaban la piel, tan transparente, de los párpados. Yo le vía por dentro con sus ojos buscando a la otra a medida que mi delantal blanco un poco sucio se desprendía de su traje blanco, intacto, como si no hubiera pasado nada, mientras el dueño me gritaba: ¡Rosa es para hoy! Volvía a sentir que los pies me quemaban y me encorvé sobre el bloc decida a escribir en la comanda dos truchas a la Navarra y él hundía la nariz en el pequeño florero que, al igual que en todas las mesas, sostenía una rosa solitaria, sin abrir los ojos, solo una rosa respirada. ¡Vamos Rosa! Gritaba el dueño. Intentaba andar y casi no podía, y veía brillar las gotas de sudor en las frentes de los cazadores y me sobresaltaban sus risas que estallaban como petardos a mi paso y no me dejaban escuchar su voz que a mi espalda decía: Si tú quieres probaremos el pescado y alguna otra cosa que no logré entender. Así que yo pensé, mientras me agarraba para no caerme a la cortina de cuentas que separaba el comedor de las cocina, que la persona que le acompañaba aunque no tuviera figura, al igual que la rosa, era una persona a la que podía respirar, como a veces podemos percibir realmente algunos olores que solo aspiramos en los recuerdos.


El cocinero me dijo que qué hacía ahí parada, que quería acabar de una vez para echarse la siesta, al tiempo que sus manazas me arrebataban la comanda. ¡Ha pedido otra vez doble ración! ¡Qué chalao! Escuché crepitar de las truchas en la sartén y a los perros de los cazadores que se disputaban las sobras del día en el patio, a la puerta de la cocina. Una de las chicas que fregaba comentó que aquel tipo acabaría en el manicomio. ¿Verdad Rosa? Y como yo la miré enfurruñada gritó que lo que me pasaba es que estaba celosa de la mujer que no existía y las demás, entre nubes de espuma, se rieron y golpearon las ollas. ¡Ahí tienes las truchas! Recogí los dos platos y regresé como si pisara carbones encendidos. El dueño cuchicheaba con un grupo de cazadores y supuse que hablaban de él. Dejé los dos platos sobre la mesa y se podía intuir que en su interior se desarrollaba una conversación y en la ausencia de interlocutor, se percibía la presencia del amor, desprovisto de apariencias, pero con todo su sabor a placer o a dolor intacto. Era estúpido, pero sentía celos. Ni siquiera se había fijado en mis botines. En el comedor todo el mundo estaba pendiente de él. Me retiré dos pasos y esperé como una tonta a que terminara las truchas. ¿Será capaz de comerse las dos raciones?, le preguntó alguien al dueño. Siempre lo hace, contestó. Aquel dolor extremo que martirizaba mis pies me obligó a cerrar los ojos. Entonces la vi a ella, a la mujer que vivía una existencia recóndita en su mente. Yo no lograba distinguir sus facciones pero veía como sobrevivía a la muerte preservada en los sueños de aquel hombre y sabía que me miraba con espanto, como si yo fuera una intrusa a punto de rematarla. Intentaba decirle que no podía hacerla ningún daño, porque ya estaba muerta, pero me da mucha pena decirle aquella barbaridad y, además, había empezado a comprender que la ceguera voluntaria de su amante era la ceguera del amor y que en sus párpados cerrados cicatrizaban unos ojos heridos por una gran desdicha.


¡Se lo ha comido todo, como si uno fueran dos!, bromeó un cazador, rascándose la cabeza. Él tomó la rosa del jarrón como si fuera ella quien se la ofreciera y la prendió en su ojal. Desde que había abierto los ojos yo sentía que la vida se me escapaba por la mirada. Retiré a toda prisa los platos vacíos. En la cocina ya no había nadie. Todo estaba muy quieto, iluminado por el brillo de las ollas que ondulaban los anaqueles. Me libré de los botines y me eché a llorar con los codos clavados, helándose, sobre la mesa de mármol, porque sentía que dentro de mí también se refugiaba otra vida sin cuerpo y aquello me oprimía por dentro y prefería el sufrimiento de los botines. Se agitó la cortina de cuentas. Entró el dueño y me dijo que había dejado una buena propina para mí. Miré aquel dinero como si pretendiera comprar un lugar en mis sueños y eché correr descalza, atravesando el patio, seguida por la jauría de perros, para sentir cómo mis pies se desgarraban en los campos.


(*) Ramón Mayrata es escritor


ESTE RELATO DE RAMÓN MAYRATA APARECE EN LAS PÁGINAS 42-43 DEL Nº 7 DE LA REVISTA ‘Caminar Conociendo’ DE JULIO 1998



Ramón Mayrata

Poeta, ensayista y novelista nacido en Madrid en 1952. Sus poemas iniciales aparecieron en la antología Espejo del amor y de la muerte, prologada por el Premio Nobel de Literatura Vicente Aleixandre (1971). Un año más tarde publica su primer libro de poemas: Estética de la serpiente (1972).
En los años de la fallida descolonizaciónformó parte de la Comisión hispano-saharaui de estudios históricos que defendió ante el Tribunal de La Haya la independencia del territorio. Las conclusiones de la Comisión fueron publicadas en El Sahara como unidad cultural autóctona (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1975).
Su estancia en el Sahara occidental significó el descubrimiento de una cultura singular que ha hecho posible la supervivencia en condiciones extremas. Estas hermosas y amargas experiencias fueron la materia de su primera novela: El imperio desierto (Mondadori, 1992) donde narró los últimos momentos de la malograda descolonización del Sahara Occidental y los comienzos de una larga guerra y de Relatos del Sahara (Clan, 2002). antología de textos sobre la colonización española del territorio.
Posteriormente vivió varios años en París, donde ejerció el periodismo y trabajó como traductor. Desde su regreso a España compagina la dedicación a la escritura con el trabajo en los medios de comunicación y la labor docente- Ha sido colalaborador de El Sol, El País y ABC, entre otros, y trabajado en radio (RNE) y como guionista en televisión (TVE).
Es autor de un libro de relatos, Si me escuchas esta noche (Mondadori, 1991) y , además, de El imperio desierto (Mondadori, 1992), de las novelas El sillón malva (Planeta, 1994), que es una vertiginosa panorámica de la España del fin del milenio, Alí Bey, el abasí (Planeta, 1995, 2ª Edición RBA, 2001), novela histórica basada en la vida del ilustrado español Domingo Badía, quien adoptando la personalidad de un musulmán atravesó Marruecos, Libia, Egipto, Palestina, Siria y Turquía y logró penetrar en La Meca cincuenta años antes que el coronel Burton y Miracielos (Muchnick, 2000), emocionante visión de la libertad y la desdicha, situada, en Cádiz, durante la segunda guerra mundial.
Desde su juventud siente fascinación por el mundo del ilusionismo. Durante algún tiempo dirige una editorial especializada en libros técnicos de magia. Fruto de su contacto con los ilusionistas serán Por arte de magia. Una historia del ilusionismo (1982) y La sangre del turco (1990), sobre el mundo de los autómatas y los avatares de la creación del hombre artificial * En 1993 estrena la obra teatral Vía láctea, inspirada en las comedias de magia del siglo de oro.
Así mismo prosigue la publicación de su obra poética: Sin puertas (Pre-textos, 1996), Confín de la Ciudad (1998), Nuevos poemas del confín (2002), Poemas del café Estigia (2004), Iluminar la noche (2005) y El Canto de Pierre Trouvée (2005).

viernes, 16 de febrero de 2007

'La Noche de los Sueños': relatos de Felipe Juaristi



VER VOLAR A LOS PÁJAROS


(relato de Felipe Juaristi para 'Caminar Conociendo)


Casi lo único que deseo hoy es echar una ojeada a los pájaros que vuelan en el exterior y yo los contemplo desde mi ventana cerrada. No puedo abrirla porque está atascada, estoy esperando un carpintero que quiera ayudarme, y que no esté lo suficientemente ocupado, ya se sabe que hoy en día es más difícil traer a casa a un carpintero que a un obispo. Será cosa de la crisis.

El teléfono no funciona, no me acuerdo si pagué la última factura; me dicen que lo haga por el banco, pero me pregunto cómo puede ser eso posible cuando no tengo nunca un duro. Así que los amigos no pueden llamarme ni saber que estoy en casa, aunque dónde iba a estar yo mejor que en mi propia casa.

También tengo el grifo estropeado. No hay manera de cerrarlo y se me está llenando la cocina de agua. Pronto vendrán los vecino de abajo a quejarse, ya estoy acostumbrado, la última vez hace un mes cuando dimos aquella fiesta y nos emborrachamos todos y cantamos canciones de Los Panchos, María se desnudó del todo y todos se alegraron porque era la primera vez que lo hacía.

Mi ex-mujer me escribe una carta diciendo que le debo dinero y que si no le pago me llevará a la cárcel. Mi hijo también me escribe desde Londres y no me da más que malas noticias. Dice que ha suspendido el primer curso y que tiene problemas sentimentales, que le ha dejado su novia y que está triste y desesperado.

Saldría corriendo de aquí si no fuera porque el coche no anda. Ayer se me rompió el motor cuando tomé ciento ochenta por hora en la autopista, aunque no sé que hacía yo allí, intentando ir a Bilbao, como si se me hubiera perdido alguna cosa.

Me gustaría estar tranquilo, pero no puedo. Solo pretendo ver los pájaros que vuelan fuera y la caída de las hojas en este otoño que se avecina frío y tampoco tengo madera para la calefacción.

Sueño con volar como los pájaros e irme al sur, donde hace calor todo el día, y donde nadie molesta con facturas, ni con problemas: marchar a donde nadie me conozca. Ni siquiera yo mismo.


Felipe Juaristi, periodista y escritor guipuzcoano galardonado en numerosas ocasiones.


DE LA PÁGINA 41 DEL Nº 7 DE LA REVISTA 'Caminar Conociendo'. JULIO DE 1.998

miércoles, 14 de febrero de 2007

Carlos Segovia: 'Los Días Tempranos'


RELATO: ‘Los Días Tempranos’, Carlos Segovia

Me susurraba sus secretos, que viajaban a través del calor de su mejilla contra mi mejilla: que en su casa había nubes, que las hacía su madre con la clara de huevo batida, y que volaban por el pasillo, y ella cogía trozos que se fundían en sus manos. Quizá por eso su casa estaba siempre nublada, en un otoño perenne de huesos fríos, de silencio puro, de azul desnudo y seco. Entonces confirmé con absoluta certeza que era un ángel, porque desde la escalera y a través de su ventana abierta, yo mismo le había visto con su esplendor de ángel, flotando en el aire con un vestido blanco de gotas de luna y con un collar de perlas entre las manos, mientras su madre, agachada, le cosía los bordados de la falda.

Jugábamos a las canicas. Ella las guardaba en una bolsita de tela que se ataba a la cintura y que al andar hacían un ruido como si fueran deseos temblando.

--“¿Y en su casa no tiene fotos de su padre?”, me preguntaba insistentemente mi tía, con su vientre seco de mujer doliente. No tenía, pero yo le decía que sí, que había una foto de un señor con bigote.

--“¿Y ella no habla nunca de su padre?”

--“No, nunca”, contestaba yo, y me marchaba antes de que me preguntase más cosas, furioso y arrepentido, como si hubiera abierto un agujero deslumbrante y doloroso.

Subidos a una silla mirábamos a través de la mirilla de la puerta de su casa. Ella, primero:

--“Ahí están, son pequeños, hablan entre ellos y llevan ropas como las de los retratos antiguos”.

Después miraba yo y por más que insistía con un ojo y después con el otro, acababa con los ojos doloridos, fingiendo, con euforia, ver, yo también, aquellos personajes que ella aseguraba que vivían dentro de la mirilla. “Entre tu y yo”, me de decía.

En la exasperante quietud de plomo de la siesta, entre las sombras sordas se escuchaban los gritos mudos bañados de agonía, de su madre, que cruzaban el patio, la escalera, el pasillo y el silencio coagulado de la casa, hasta descargar contra mi tímpano, aturdido todavía por el sueño de granito. Me despertaba estremecido y confirmaba espantado que yo era el único capaz de escuchar esos lamentos de besos sin dar.
Jugábamos a simular que se nos quedaba en la garganta una espina de la sardina de la merienda, y corríamos gritando que no podíamos respirar, metiéndonos los dedos en la boca para provocarnos arcadas hasta que comprobábamos el escaso efecto pavoroso que ofrecía nuestra actuación y desistíamos para reventar en unas forzadas carcajadas que nos consolaban del fracaso. Aunque, yo creo, que en una de éstas se nos quedó atravesada, realmente, una espina en el alma.

Durante la angustia del atardecer, cuando su madre se marchaba, jugábamos en su casa, entre algo como un aleteante vuelo de palomas. Buscábamos en todos los muebles, registrábamos todos los rincones hasta encontrar cualquier cosa susceptible de considerarla un tesoro. Podía ser una navaja multiuso, o un reloj roto y abierto, o un agujero para escapar de la vida. Una tarde entramos en el dormitorio de su madre y registramos sus cajones, había cartas, muchas cartas escritas con caligrafía tierna, cartas enviadas a un hombre, cargadas de sellos, de trenes, de manos de cartero, y devueltas, como el mar devuelve los cadáveres a la tierra. Leímos aquella tristeza de papel amarillento, desenterrando los residuos de un amor contrariado, y de un sobresalto nos golpeó la palidez de la frente de su madre que nos miraba humillada de dolor, desde la puerta de la habitación, con los poros de la piel abiertos para llorar las lágrimas que no le salían por los ojos. No nos dijo nada, se quedó guardando, de nuevo, sus tristes cartas en su triste alma. Nosotros salimos a la escalera. Ella se quedó acurrucada, sentada en el suelo del rellano, con la cara entre las manos y los codos en la rodilla.

--“Vete, me dijo sin mirarme.

Bajé al otro rellano y me quedé en la misma postura, mirando de reojo sus sollozos. De pronto se levantó, con los ojos derretidos, cogió su bolsita de canicas, y con una rabia de océano, las arrojó todas por las escaleras, en una cascada de pequeñas lágrimas de colores vivas y saltarinas. Su mirada tenía un pálpito febril, sus dientes mordían el labio inferior, hasta que de él saltó una gota de sangre enferma de dolor, y entonces sus pupilas se precipitaron contra las mías dejándose caer a un vacío de silencio coagulado. Acabó tendida a mis pies, con la mirada perdida en un mundo de olvidos. Un hilo de sangre hirviente alcanzó mis zapatos, y sentí dentro de mí su latido pequeño y triste desacompasando el mío para siempre.

--“No se ha muerto”, me dijeron en casa. ‘Muerte’, quizá esa palabra era una de tantas patrañas que inventaban los mayores porque ella me había confesado que su nariz edra un interruptor de la vida o de la muerte. Si le apretabas moría en una muerte cotidiana de extinto sol, de pesadilla sorda, o de frío. Clic. Se le apretabas vivía para conocer el destino de la risa o de la lluvia.

Pasaron unos días en el hospital y volvieron a casa. Recogieron sus nubes, sus cartas, sus pequeños seres de la mirilla y se marcharon a ese mundo remoto donde mueren los colores.

(*) Carlos Segovia es licenciado en Derecho

(este relato de Carlos Segovia apareció en las páginas 44-45 del nº 7 de la revista ‘Caminar Conociendo’ de julio de 1998 con una ilustración de Eduardo Palacios)

lunes, 12 de febrero de 2007

Enrique Baltanés: RESEÑA el LIBRO 'Causas y efectos'


RESEÑA DE LIBROS: ‘Causas y efectos’
Autor: José Luís Morante
Edición: Ayuntamiento de Sevilla (Sevilla)
Colección: Compás
Año: 1997

Por Enrique Baltanés

José Luís Morante (El Bohodón) Ávila, 1956 es, hasta la fecha, autor de 4 poemario, Rotonda con estatuas (1990), Enemigo leal (1992), Población activa (1994) y este del Ayuntamiento de Sevilla y que hoy motiva nuestro comentario. Todos estos libros han sido objeto de antología y estudio en la publicación ‘Apuntes de supervivencia. La poesía de José Luís Morante’ (Béjar, Los Cuadernos del Sornabique, 1997), a cargo del profesor Antonio Gutiérrez Turrión.

Causas y efectos, sintagma binario, es un título para una obra que también se articula en dos partes: ‘Camino de Megara’ y ‘Mar de Agosto’. La primera de ellas constituye un recorrido por eso que se llama, a partir de Flaubert, la educación sentimental. Son los años de colegio, los años de adolescencia, aquí evocados en trazos tan realistas como irónicos. Se trata de un ajuste de cuentas, desde la perspectiva desengañada y escéptica del adulto. Aquel mundo de certezas incontrovertibles, de dogmas y doctrina segura, que el autor parece simbolizar y resumir en el laboratorio del colegio:


Sus limpios ventanales difundían

Una cálida luz de primavera
Y el aire puro de la exactitud…
Allí estaba la puerta del futuro,
El umbral hacia un mundo edificante;
Cualquier incertidumbre parecía
Tener respuesta franca en las probetas.


Que se cuartea y resquebraja con el soplo imprevisible de la vida y de sus más inquietantes elementos: el sexo, la rebeldía juvenil, la infinita gama de matices que unen el fracaso y la victoria. El mundo no está bien hecho y el pecado se vuelve inevitable:


Aquella desazón desarbolada

La discordante, frágil, voluntad.
Opté por claudicar y aventurarme
A convivir con él, como se vive
Con un huésped incómodo
Que se hace imprescindible con los años.


En ‘Mar de Agosto’ pasamos de la mirada retrospectiva a la contemplación del presente, efecto tal vez de aquellas causas. El sueño del cine, el insomnio de las noches, el sexo comercial y sin misterio, las mujeres reales o literarias, el envés de aquel derecho juvenil a los sueños y a lo imposible, son algunos de los temas de esta segunda parte del libro. El verso último del poema ‘Auto-stop’ cifra mejor que ninguno su compleja maquinaria: ‘La realidad a veces decepciona’.

Lúcido y coherente, narrativo pero sin quedarse en la anécdota, cuajado de hallazgos expresivos (‘arrojo al cenicero mi pasado’) que no empañan algunos descuidos (‘el pálido marfil que coronan su seno’, pag. 18, acaso no sea la manera más exacta de describir un pezón) e incluso algún poema prescindible (‘Olga y Natalia’), Causas y efectos confirma la madurez de la obra de José Luís Morante, la coherencia de una voz muy a tener en cuenta por los pocos pero buenos lectores de poesía que aún queden por estos lares de nuestros penares.

Enrique Baltanés (Sevilla)

LEIDO EN LA PÁGINA 50 DEL Nº 7 DE LA REVISTA 'Caminar Conociendo' DE JULIO DE 1998

lunes, 5 de febrero de 2007

Charles D. Ley: Salidas a la Sierra, a Las Navas (*)

Veraneando en Las Navas

Charles David Ley


En esto llegaron los calores de verano de 1944. Yo pensaba ir a Vera de Bidasoa, donde muy amablemente me habían invitado a pasar unos días Pío Baroja y Julio Caro. Sin embargo, la presencia del ejército alemán al otro lado de la frontera francesa y a pocos kilómetros del pueblo de los Baroja me daba reparo. Mientras tanto seguía en Madrid aquel mes de agosto. Para entretenerme iba algunas veces a los toros, a ver a Manolete, con mis amigos José Luís Cano, Azcoaga, García Nieto y especialmente Rafael Romero Moliner que comentaba muy bien las corridas.
El exuberante Enrique Azcoaga, habitual constante del ‘Gijón’, me mostraba una especial consideración y me invitó a tomar café una tarde en su casa, donde me enseñó las pruebas de imprenta del libro poético de Miguel Hernández, escrito durante la Guerra Civil, "El hombre acecha", que no se había llegado a publicar entonces por la victoria en 1939 de los nacionales. También, Azcoaga propuso hacerme una entrevista en Radio Madrid. Le dije que no sabía si yo no diría algún inconveniente al verme frente a frente con micrófono en el estudio. Se rió Azcoaga: ‘A ver si va a dar usted un grito subversivo en la emisora’, pero me explicó que había que tener escritas las preguntas y respuestas de antemano. Preparamos en un rincón del ‘Gijón’ la entrevista, tomando Azcoaga al dictado mis contestaciones. Indagó cuidadosamente mi opinión sobre la moderna poesía portuguesa y española, los novelistas ingleses, especialmente Hugt Walpole, entonces muy traducido al español, Katherine Mansfield, Virginia Woolf y Victoria Sackville-West y las obras literarias de Walter Starkie, que tenía entonces en las librerías de Madrid dos de sus libros. Aunque me resultaba esta pregunta un poco embarazosa, pude afirmar mi verdadero aprecio por el humor y simpatía de mi director, así como su hondo conocimiento de la música y costumbres de España. Azcoaga me pidió también que opinara sobre Manolete. ‘Me parece imposible que una persona haga lo que él hace con tanta maestría y garbo’. Al oír esto, Azcoaga me dio un espaldarazo diciendo: ‘Se está usted españolizando demasiado’.
Starkie organizó en el Instituto un cursillo de inglés para los primeros días de agosto, pero sin gran éxito, porque pocos estudiantes acudieron con aquel calor. El sábado, día 10 de agosto, cuando llegué al café a primera hora de la tarde después de comer, recibí recado que Azcoaga había tenido que ir fuera de Madrid unos días, dejando la entrevista en manos de un colega suyo de la radio que leería las preguntas tal como Azcoaga las había preparado. En esto, entra en el café Camilo José Cela que acababa de venir de Las Navas del Marqués donde estaba veraneando, con intención de volver aquella misma tarde. Con su voz autoritaria y cavernosa se ofreció a llevarnos a García Nieto y a mí a pasar el fin de semana. Había que coger el tren en la Estación del Norte en hora y media.
-- Pero, dije, ¿cómo puedo leer mañana en Radio Madrid mis contestaciones a Azcoaga?
-- No hay ninguna dificultad en eso, afirmó Cela. Alguno de los amigos aquí presentes se encargará de leerlas en su ausencia.
Se ofreció a ello Manolo Segalá. Luego reparé también en que quizá habría algún estudiante del cursillo que acudiese esa tarde.
-- No sea usted tan cumplidor. ¿Quién va a ir un cursillo un sábado de verano por la tarde? Nada, que esté usted en la Estación del Norte a las seis y media, para encontrarnos a mí y a García Nieto.
Cogimos el tren por los pelos, saltando al último carruaje. Mirando por la ventanilla de atrás vi desaparecer las últimas casas; algunos árboles escasos crecían en los yermos campos. Las dos horas de viaje pasaron rápidas. Como es corriente en los pueblos peninsulares la estación de ferrocarril de Las Navas del Marqués está lejos del lugar. Alquilamos un tílburi destartalado que esperaba pasajeros. En aquel trayecto relativamente corto se hizo noche cerrada.
Entramos en la casa donde estaba alojado Cela para saludar a su mujer. Luego él nos llevó por las calles del pueblo a pasear. Había mucha gente de letras en Las Navas entonces, como por ejemplo, Víctor Ruiz Iriarte, Eugenio Mediano Flores y Martín Abizanda, que es quien estuvo más con nosotros. Entre otras cosas era necesario encontrar un alojamiento, que no era fácil en pleno verano, pero arribamos a la casa de una viuda que se llamaba Luisa Esteban. Había una sala grande que podía haber servido para almacenar grano y que tenía un par de camas en un rincón. Al otro extremo de la sala había una lucecita delante de un cuadro de San José.
-- Aquí tengo a San José, explicó Luisa Esteban.
Como era dura de oído, Cela le gritó con voz de trueno.
-- Es un buen parecido.
Pero ella no le entendió bien.
Volvimos a la casa de Cela donde le habían preparado unos filetes descomunales sin guarnición porque por su reciente enfermedad necesitaba ese alimento. De noche volvimos muy tarde a la casa de Luisa Esteban y había una vaca en al puerta, que en la oscuridad dudamos si fuese un toro, como ha quedado en los "Versos de un huésped de Luisa Esteban" de García Nieto. Yo había llevado conmigo las poesías líricas de Góngora y rogué a Nieto que leyese en voz alta las mejores, porque una buena lectura de poemas dispersa las preocupaciones e inspira la imaginación. Me leyó tres que incluían los versos con estribillo de : "Dejadme llorar / orillas del mar", y el romance que acaba: "El cielo os guarde si puede / de las locuras del Conde".
A la mañana siguiente fuimos a misa cantada en la iglesia del pueblo, donde los enterradores del Ayuntamiento se sentaban en banco aparte, cerca del altar, cosa que impresionó tanto a Nieto que lo comentó en un poema de sus "Versos". Después fuimos a sentarnos a una roca con los veraneantes que se habían tumbado a tomar baños de sol vestidos. Daba una extraña impresión estar así como en una playa con las estribaciones de la Sierra de Guadarrama, de tonos grises y apagados, y un valle entre montañas extendido abajo en vez del mar.
Por la tarde vimos con Abizanda las ruinas del castillo y un pinar grande donde conversamos largamente. Cerca del atardecer apareció Cela paseando por el pueblo y nos llevó por la cuesta que bajaba desde las rocas de los veraneantes. Nos hizo notar el impresionante silencio de la sierra y cómo la sombra del castillo se alargaba por el valle. Me retó a que bajase la cuesta corriendo para ahuyentar una res que estaba en la ladera. En un poema corto publicado algún tiempo después, expresé mis impresiones de aquel campo al crepúsculo:
"¡Aquel silencio de la tarde entonces,
silencio donde todo se escuchaba!
Las voces de los grillos ocultaban
las mil esquilas por el monte oscuro.
¡Los grandes horizontes de la tarde!
¡La sombra del castillo por el valle!"
...................................................
"Mira, los montes ya son incoloros,
mira, que cortan ya los baluartes
el claro cielo de un fingido día".
Nos invitó Cela a cenar en su casa. Mientras los demás estaban en la mesa, me fui a otra habitación para escuchar la entrevista de Radio Madrid del falso Azcoaga con Manolo Segalá bajo mi nombre. Creo que la sustitución no quedó mal porque Segalá tenía un acento catalán muy fuerte, a pesar de ser poeta en español y de no saber -según me declaró en conversación una vez- una palabra de la lengua catalana. Noté que donde yo había citado los nombres de Antonio Machado y Federico García Lorca como precursores de la nueva poesía española, Radio Madrid había quitado el nombre de Lorca, de quien en aquellos tiempos no se permitía hablar públicamente.
Después de cenar fuimos al baile de los veraneantes. Me marché por la mañana temprano para reincorporarme al cursillo de inglés, que ya estaba casi vacío. Nieto se pudo quedar hasta el día siguiente.
Los del ‘Fénix’ iban algunos domingos a Cercedilla, donde Julio Gómez de la Serna había alquilado una casa para el verano. En aquellos valles tan deliciosamente frescos en el calor del verano, entre altas montañas, me paseé con María Alfaro y Eusebio García Luengo viendo a lo lejos el sanatorio donde había estado Cela, tan bien descrito en "Pabellón de reposo". Yo tenía puesta una chaqueta nueva con las hombreras demasiado evidentes. Eusebio nos explicó las razones por las que siempre les quitaba él las hombreras a las chaquetas. Mi di cuenta que mi visita a Las Navas había molestado a algunos de los presentes, lo cual me causó cierta tristeza, porque no tenía ganas de reñir con nadie.
La peña del ‘Gijón’ se reunía todas las tardes en la terraza para tomar el café al aire libre. Como yo había visto carteles anunciando la ciudad de Gijón como una playa buena para pasar el verano, tenía la sensación de estar sentado bajo los árboles en una sombra moteada de sol y que ésa era mi playa. Todos los poetas de esa época tan cultivadora de la poesía pasaban por allí. José María Valverde, de dieciocho años escasos, pero ya muy conocido entre los que leían poesía, sufría de una enfermedad del corazón que le llevaría a la tumba - decían todos - en dos o tres años, igual que los poetas de la época romántica. Posiblemente la razón de tantos lamentos anticipados fuese que Valverde ya había publicado en las páginas centrales del ‘Garcilaso’ de abril de 1944 una "Elegía para mi muerte", que empezaba:
"Ya, Muerte, estás en mi.
Ya tu hielo me ha entrado al corazón
y tu plomo a mis pulsos.
¿A dónde iré, si todos los caminos
llevan a tu horizonte?"
Casi todas las tardes entraba en el café a grandes zancadas el joven poeta con su aire de ansiedad de poesía y de sabiduría.
De los que venían a la terraza el que daba la sensación de pertenecer a un mundo más bohemio, a otra época más extravagante, era el pequeño poeta -de estatura, quiero decir- Carlos Edmundo de Ory. Su voz en aquellos tiempos era demasiado alta y chillona, llamaba la atención. De repente apareció contándonos que venía de un periodo de reposo en el manicomio. (En un diario que publicó años después aclara que estuvo en un "conventillo" de Ávila). De repente recitaba versos sueltos sacados de su propia obra poética, como:
"cuando haya muerto todo, cuando haya
muerto todo, cuando haya muerto todo."
O bien:
"Ponte las zapatillas, loca Ana".

La Costanilla de los diablos. Capítulo VI "Veranos con salidas a la sierra". Páginas 45, 46, 47 y 48
(Memorias literarias 1943 - 1952)
Madrid [1981]: José Esteban, Editor
APARECIDO EN 'Caminar Conociendo', Nº 6
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(*) Título nuestro